«Él no era sin duda luz de nada y menos de luciérnaga, pero veía como su alma parpadeaba con los sentimientos de antaño»
Salió a sentarse en la terraza, las luces de El Escorial punteaban de pinceladas amarillas mortecinas la noche como luciérnagas desmotivadas, casi muertas. No parpadeaban en la lejanía del espacio, ni del tiempo. Permanecían allí perfiladas sobre el intenso negro nocturno de las montañas. Las siluetas de los promontorios del cuaternario, romos por los siglos aguantados, aún se recortaban contra un cielo, casi apagado, en el que se intuía aún un cierto resplandor anaranjado.
Era la misma hora en la terraza de Roberto que allá en aquel pueblo de la montaña, la misma hora pero a distancia. Pasó por su mente un pensamiento algo tonto, “las luces artificiales nunca parpadean salvo que se estén muriendo”, él no era sin duda luz de nada y menos de luciérnaga, pero veía como su alma parpadeaba con los sentimientos de antaño. Sintió que los recuerdos empezaban a morir en él. El cerebro no perdona y lo que no está anotado muchas veces acaba en la papelera escondida a dónde van las palabras, sensaciones, sentimientos y creaciones de los hombres, a un rincón del que con el tiempo, ya no sale nada, salvo en rayos de luz nunca del todo recobrados. ¿Cuánta distancia había entre la actual realidad de la brisa suave que rozaba su cara y la oscura lejanía de la juventud, dónde todas sus naves parecían bien ancladas y en puerto seguro? A veces le costaba situar en el tiempo de manera cronológica el pasado, porque los cerebros como objetos fluctuantes nunca devuelven imágenes puras. En cierto momento sintió miedo, ese que eriza los vellos de la espalda y provoca un escalofrío que recorre de abajo arriba el cuerpo. El pasado regresaba con descaro, sin avisar, movido solo por las sensaciones que producían las luces de la lejanía. Regresaban, aún con el ánimo no buscado, ni deseado, para mover nostalgias y recuerdos de otros días. No intentaba él, ni remotamente, levantar las costras, tan asentadas e incrustadas, en la piel y el alma. Tan lejanas, tan secas, casi como el futuro de su propia existencia en las puertas de la vejez, decadencia, olvido y muerte.
Roberto sintió unas imparables ganas de llorar y un par de lágrimas cayeron por sus mejillas. Las dejó secar al viento, no era cuestión de negar los sentimientos, no lo permitían los testigos de la noche. La luna y las estrellas, que allí se veían, no compartirían para nada la tristeza de un ser finito, vivo y absurdo que nunca entenderá la inmensidad del universo. El caso es que sabía que su madre, con veintiséis años más que él, había muerto el año anterior y antes su padre, embate que no pudo aguantar su hermana, que dejó la vida aparcada, como si no hallara en ella ningún consuelo. Hacía ya más de diez años, como una de esas luces mortecinas de la noche, callada, sin decir nada, voló, quiso volar en caída libre desde un quinto piso que la liberara definitivamente de su eterna prisión mental, de su inacabable depresión. Dejó atrás marido, afortunadamente no hijos, una madre en las puertas de la locura, si no fuera porque poseía un carácter duro como una roca, era una niña de la guerra, no tuvo una infancia fácil y siempre fue una madre coraje. Supo tirar del carro de la familia en las horas buenas y en las malas y malísimas. Sintió un terrible miedo al pensar en esos diez segundos de caída en el vació, que hubiera pensado él, ni siquiera hubiera tenido el valor de hacerlo, era un cobarde mental. La cantidad de cosas que un cerebro puede pensar en esos diez segundo de caída, antes de terminar con la cabeza rota sobre las losas del suelo…
Imposible el no sería capaz de hacerlo nunca. Volvió a la realidad, estaba cenando con la hermana de su mejor amigo de la infancia y adolescencia, que había fallecido un par de meses antes a causa de un traicionero y feroz cáncer de hígado. Había pasado, el amigo, por su casa el verano anterior y nada le hizo ver en él que la parca se acercara ladina, taimada, callada. Estaba, de hecho, enamorado de nuevo tras su ruptura matrimonial de su primera mujer. Hoy no sabia muy bien como definirla pues, Roberto no llegó a conocerla bien. No le pareció mala mujer, pero ya se sabe que las apariencias engañan, más si se trata poco a las personas. ¿Quién sabe, como sería realmente?
Nací en Marsella ( Francia ) en 1954. Viví en diversos países debido a los destinos que tuvo mi padre ( diplomático ). Estudié en colegios franceses hasta la edad de 12 años. Estudié bachillerato y COU en el colegio Nuestra Señora del Pilar de Madrid. Estudié música en el Real conservatorio de música de Madrid, formé parte y pertenecí a varios grupos musicales entre ellos “ Los Lobos “. Creé varios grupos musicales de Pop Rock. Toco el bajo y compongo canciones, música y letra. Estudié Fotografía general y publicitaria, diplomatura (dos años) de cinematografía e Imagen y sonido equivalente a Técnico Superior de Imagen y Sonido. Soy socio Numerario de la SGAE desde el 1978. Pertenezco a la Academia de Televisión. Soy un gran lector de libros de ensayo, divulgación y de vez en cuando novela. En el año 1985 Ingresé por concurso oposición a TVE. Fui ayudante de realización y realizador. En el año 2009 me pre jubilaron muy a mi pesar. En la actualidad estudio programas de tratamiento de imagen. He escrito varios guiones de cortometraje y realizado el que se llamó “ Incomunicado “, tengo otros en proyecto. Soy muy crítico conmigo mismo y con lo que me rodea. Soy autor de las novelas “El Bosque de Euxido” y "Esclavo Siglo XXI publicadas en Ediciones Atlantis. También me gusta escribir prosa poética. Me he propuesto seguir escribiendo novela.
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