«Los españoles estamos condenados, de momento, a vivir bajo una especie de democracia autoritaria, tal como van las cosas de la política»
Seamos realistas. En el mejor de los casos, los españoles estamos condenados, de momento, a vivir bajo una especie de democracia autoritaria, tal como van las cosas de la política. Espero que no se moleste el autócrata, un título concedido a los zares rusos, y que, ahora, se elimina, bonitamente, de las actas del Congreso de los Diputados.
En efecto, nuestro sistema parlamentario se halla muy lejos de reproducir el juego de la división de poderes. Un mero atisbo participativo, como el debate sobre el estado de la nación, pasó a mejor gloria. No cabe ni soñar con que los partidos, los sindicatos domesticados o las patronales oficiosas se abstengan de recibir pingües subvenciones del Estado. El Gobierno toma sus decisiones capitales sin pasarlas, antes, por el trámite del debate parlamentario. Sigue siendo escasa la propensión de los españoles a participar en asociaciones voluntarias de toda índole. Solo, medran las que se proponen solicitar subvenciones públicas.
El principal partido de la oposición (el PP, de momento) se pliega, con demasiada frecuencia, a la ideología del bloque gobernante: socialistas, comunistas, separatistas. Por cierto, esta coalición gobernante no es nada nueva; reproduce la del Frente Popular de 1936. Vox se constituye, teóricamente, en la verdadera oposición, pero pesa más el rechazo y el ninguneo que le dedican los grandes medios de comunicación del establecimiento. En realidad, lo que manda no es tanto el Gobierno, como lo que podríamos llamar la situación. Es el resultado de las ideologías dominantes; se imponen en forma de mentalidad general, orientada hacia la política del ala siniestra. La consecuencia es que no es fácil que se produzca una sucesión pacífica en el Gobierno, sin tener que recurrir, por ejemplo, al voto de censura, entre otras artimañas. Esa secuencia de la alternancia sosegada de los Gobiernos es, realmente, la definición más correcta de democracia.
Tampoco, se puede sostener que importe muchoo el deterioro de la política, si se cuenta con instituciones fuertes. Pero, esa condición no se cumple. No hay más que ver la creciente dificultad que tienen los contribuyentes para relacionarse con todo tipo de instituciones: organismos oficiales, hospitales, bancos y otras grandes empresas. La generalización de la práctica de la cita previa y la atención en línea, entre otras innovaciones parecidas, han sido un desastre para el buen funcionamiento de la vida ciudadana. Ha llegado un momento liminar en el que ni siquiera se hace patente la misma existencia de España, fuera de las competiciones internacionales de fútbol. Recientemente, hemos visto el suceso insólito de los manifestantes de una huelga (la de los transportistas modestos), en la que se exhibía la bandera de España.
Se comprenderá que, en la política española actual, medren los supercheros, los embaucadores de las ideologías al uso. Una ilustración chusca podría ser la del sexo clasificatorio; ahora, tiende a definirse como una opción personal, no se sabe a partir de qué edad. Además, lo llaman género para mayor confusión.
Ya sé que a casi nadie preocupa la cosa. Me refiero al hecho de que muchos altos cargos ni siquiera se expresan en un correcto castellano, la lengua común de todos los españoles. No es difícil encontrar un alto capitoste (o capitosta) que se deleite con el inexistente verbo preveer. No digamos, la confusión, bastante común, entre deber ser (exigencia moral) y deber de ser (probabilidad); dos dimensiones tan disímiles. Más divertida es la sustitución del adjetivo difícil por el de complicado; vaya una simpleza. No es menor la de topar los precios (limitar su cuantía), una operación imposible para cualquier ministra, por mucho que le llene de complacencia. Dejo a un lado, por cansina, la crítica del llamado lenguaje inclusivo o, simplemente, para cretinos de cualquier género.
Comprendo que mi conclusión tiene que sonar en extremo pesimista. Pero, en mi tarea de observar la realidad patria, mi impresión es que acabo por no entender ni la misa la media. Menos mal que, en ese mismo sentimiento de lo que podríamos llamar escepticismo esclarecedor, me acompañan algunas personas cercanas. Es un fenómeno que interpreto, experimentalmente, como un signo de inteligencia aplicada.
Todavía, cabe una explosión controlada de optimismo respecto al Gobierno. Reconozcamos que es tal su dominio, que la oposición debe de sentirse aterida. Razón de más para despabilarse. Sería algo así como una revolución sigilosa. Todo se andará. El acicate puede ser el hecho de que, efectivamente, estar mucho tiempo en la oposición significa pasar mucho frío.
© Amando de Miguel para Libertad Digital