
«¿Por quién doblan, con ese cadencioso tañido fúnebre, las campanas de Hemingway? Doblan por nuestra patria, por ese pueblo herido de muerte»
Hace unos días leí una airada carta de una señora dirigida a Arturo Pérez Reverte en respuesta a unas declaraciones del escritor con ocasión de la presentación de su último libro, «Línea de fuego», un trabajo ambientado en nuestra guerra civil española. Dice el autor que ha escrito la obra para mostrar la crudeza real de la guerra, no la que cualquier joven puede ejecutar sin peligro alguno para su integridad física pegando virtualmente tiros y sin piedad en su Play Station. Se quejaba la firmante en su epístola de que era falso que las heridas de nuestra fratricida contienda hubieran estado alguna vez cerradas, y asimismo negaba que hubiesen sido los políticos de nuestros días los que las han reabierto de nuevo. También hacía la susodicha cierta apología a la guerra, o cuando menos la justificaba, cuando decía que era necesaria si el fin ideológico lo requería, y en estos y semejantes casos el casus belli perfecto casi siempre suele ser la amenaza de perder nuestra preciada libertad.
Después de darle una buena pensada a todo esto llegué a ciertas conclusiones que me sumieron en esa suerte de tristeza y desazón que uno siente cuando un valor supremo, como debería ser el respeto hacia el prójimo y lo que siente una mayoría de ciudadanos, se pisotea con alevosía; por ejemplo, cuando un jovenzuelo le pega un navajazo a traición y por la espalda a un anciano y lo mata por llevar lo que a él le parecen unos provocadores tirantes coloreados con la bandera nacional; o cuando un desalmado se suena los mocos en la enseña española; o cuando le prende fuego; o incluso por algo tan banal como cuando no dejan entrar a un local público a alguien que luzca en la mascarilla un símbolo constitucional.
Estoy convencido de que no somos muy diferentes a los demás mortales del mundo, aunque me temo que sí es propio de nosotros ciertos comportamientos cainitas. Que el que más y el que menos tiene esa vena tribal que no le permite ver más allá de sus propias narices no creo que sea una revelación a estas alturas. Los judíos, por remontarnos un poco en el tiempo, fundadores con sus ancestrales ritos y costumbres de una de las más antiguas religiones, base del cristianismo, hacen una clara distinción entre ellos y el resto del mundo, los gentiles. De hecho, sus rituales son tan exclusivos que demonizan al que se mezcla con el que no es judío. Los romanos de la antigüedad tenían por bárbaro a todo aquel que no fuera ciudadano romano y no estuviera bajo el yugo de su poder. Incluso no hablar la lengua latina los conducía a un género de impenitente ostracismo. Los germanos de aquella época, los bárbaros para los romanos, se llamaban a sí mismos godos (buenos), para así diferenciarse del resto del mundo (supongo que los malos). Los musulmanes hacen una clara distinción entre ellos, los fieles a la doctrina de Alá, y los infieles (el resto de la peña). A nadie se le escapa la lucha endémica racial que hay actualmente entre blancos y negros en los Estados Unidos de América y que, a cuenta de ello, se desató antaño entre sus gentes una tremebunda guerra civil que en comparación la nuestra fue una mera comparsa.
En un ámbito más doméstico y familiar, los calés catalogan a la población mundial en dos grandes grupos: gitanos y payos. Y algunos independentistas españoles gustan tildar a otros compatriotas suyos venidos de otras provincias de este maravilloso país llamado España como maketos o charnegos. Así que, como se puede ver, no parece que abunde en nuestra sociedad esa utópica rama de la antropología social llamada empatía, de lo que se desprende que es más lo que nos separa que lo que nos une. Por tanto, no es infrecuente que de tanto en tanto florezca la envidia y el odio entre la especie humana.
Las heridas abiertas por el odio, a diferencia de las fisiológicas, no se curan fácilmente. Necesitan de un cierto reposo y un tratamiento adecuado para suturarlas convenientemente; pero si se deja pasar mucho tiempo sin aplicarles remedio alguno, al final se pierde la oportunidad y vuelven a supurar de nuevo merced a la conocida y profética sentencia, aunque poco aplicada aquí, que dice que «quien olvida su pasado… etcétera» (y mira que quien dijo esta lapidaria frase era español). Los americanos hicieron un esfuerzo supremo por darse la paz tras su sangrienta guerra civil, y ahí se los puede ver en la actualidad sintiendo de veras las señas de identidad que les une. Otro tanto ocurrió en Francia. Tras la sangrienta guerra civil gala, eufemísticamente llamada Revolución Francesa, vino un periodo de terror, unos cuantos más de regímenes dictatoriales y otro más de repúblicas fallidas, lo que no fue impedimento para que se llevara a efecto una reconciliación nacional y el surgimiento de un chovinismo que a mí particularmente me resulta demasiado empalagoso.
Sin embargo, en el caso español hemos desperdiciado la ocasión de reconciliarnos y unirnos en un proyecto común nacional. Nada hizo el Régimen por hacer las paces entre nosotros durante los 40 largos años que duró la dictadura, ni en los 40 más que hubo de Transición, ni siquiera se hizo el intento de sentir que todos estamos abocados a trabajar por un proyecto común que se llama España; y tampoco dijo nadie que debemos estar unidos y ojo avizor, porque son muchos los enemigos que hay ahí afuera que manejan nuestros los hilos de nuestras vidas como si fuéramos marionetas (sin ir muy lejos en el tiempo, España sufrió en un periodo de 100 años de su historia reciente el asesinato de cinco presidentes del gobierno y de otras piezas fundamentales del mismo, magnicidios catalogados hoy día, gracias a la investigación de personas como Francisco Pérez Abellán, de crímenes perpetrados desde el propio estado por ambiciosos políticos de aquí, y no como resultado de la furia de un loco anarquista como se nos ha hecho creer). Tengo la incómoda sensación de que nuestros enemigos de siempre se alegran de que nunca lleguemos a ser nada en el concierto internacional (como cuando demostramos antaño serlo durante más de 300 años).
Dicho esto estoy de acuerdo con la autora de la carta de marras de que las heridas de nuestra fratricida contienda civil nunca se han cerrado. Pero sí creo, al igual que Reverte, que los políticos de ahora las han removido peligrosamente. Estos ilustrados neopaletos de la política española, muchos de los cuales, por cierto, no han dado un puto palo al agua en su vida y carecen de una mínima talla política, están jugando con la paciencia de la gente. Da asco ver en la puta tele a estos tipejos representar un género de tragicomedia española, el ocaso de la gran potencia que fue, hundida hoy económicamente, en un estado de semialarma permanente, endeudada hasta la médula con los banqueros del norte, sin casi soberanía propia y a merced de los que nunca pudieron vencernos en un campo de batalla. Y estos putos manipuladores de mierda, para seguir chupando del Estado y vivir del cuento, azuzan a la gente con su bipolaridad política (los fachas a un lado y los rojos al otro, en perfecta sintonía con el más rancio cubismo: azul y rojo), jugando con los sentimientos de los descendientes de aquellos que dejaron su vida combatiendo entre sí hace ya casi cien años. Así que si alguien piensa que a estas alturas de la película es posible una reconciliación social por decreto por aquel desastre debería saber que se tiene que contar con el concurso de todas las partes, y no solo con el relato interesado de una de ellas, como se desprende de la Ley de Memoria Histórica (más bien Histriónica) o como ahora la llaman Democrática.
Por otro lado, eso de que los soldados combaten por ideales, como dice la autora de la misiva, es muy romántico y bonito de escuchar, pero me temo que es una majadería grande como un pino bien desarrollado, más propia de demagogos que no han tenido, por fortuna, que sufrir sus horrores. Solo hay que leer las misivas que mandaban a sus novias, esposas o madres los que combatieron en la Primera o la Segunda Guerra Mundial, o en nuestra guerra civil, para darse cuenta de que estaban allí por pura obligación, y que el valor que se les suponía consistía en esconderse tras las trincheras y rezar (sí, rezar, rojos y fascistas, ambos por igual) para sobrevivir un día más.
Los profesionales de la ideología no suelen pisar las trincheras, ni dirigen las fuerzas en el campo de batalla. Viven en lujosas casas con escoltas que los mantienen a buen recaudo y duermen en camas que en nada se parecen a los barracones horadados bajo las insalubres trincheras.
Nadie supo reflejar mejor el odio de nuestra guerra civil que un americano que le tocó vivirla en primera persona como corresponsal de guerra (como le pasó a Reverte también en numerosas ocasiones después en otros conflictos a lo ancho y largo del mundo): Ernest Hemingway. En su obra «Por quién doblan las campanas» hay un constante adorno ideológico republicano en boca de los protagonistas invocando al siniestro «Movimiento»; combatientes más asemejados a bandoleros que viven atrincherados en las montañas que a soldados disciplinados, donde nos muestra el odio infinito que puede emanar del ibero español para con sus conciudadanos. Se relatan con toda clase de detalles lujuriosas y obscenas ejecuciones populares llevadas a cabo por los rojos en los pequeños pueblos, donde todo el mundo se conocía y cada cual guardaba del otro rencillas ancestrales: como las disputas por la linde de unas tierras, las envidia por las posesiones del otro o por un quítame esas pajas. Estos desmanes del bando republicano se dan la mano con las tropelías del otro, el de los fascistas, cortando, literalmente, en algunos casos, las cabezas de los soldados republicanos abatidos por las balas.
No. No son los ideales los que alimentan la maquinaria bélica. El ideal puede ser el detonante, pero nunca el combustible. Los soldados de la Primera Guerra Mundial marchaba al frente joviales y contentos, seguros de que aquello iba a ser como una excursión de scouts. Cuando solo llevaban unos pocos meses, de los cuatro largos años que duró la contienda, de combates encarnizados, penalidades y sufrimientos escondidos como ratas en las trincheras fue cuando el ideal dio paso a la desesperanza y a la locura. El alimento bélico que proporciona el combatiente se sustenta solo en su miedo a morir y en el odio que le mueve matar antes que ser muerto. Un «luchador idealista», como nos lo pinta Hollywood en sus producciones, no es el que llora como un bebé llamando a su madre; ni el que se mea encima de los pantalones de puro miedo, tras días y noches enteros sin dormir soportando caer las bombas a su alrededor y deseando que una de ellas acabe con su mísera existencia; ni el que cruza las líneas enemigas y deserta de su puesto desesperado; ni tampoco el que se autolesiona para que lo manden a un cómodo hospital de retaguardia. El que lucha incansablemente, con fiereza y sin descanso suele ser un perturbado, un tipo marcado por los genes, o por una desgraciada infancia, destinado en la vida para hacer el mal, una malformación de la especie humana, un egocéntrico mutante, peligroso y nocivo.
En la obra de Hemingway se pone de relieve, una vez más, nuestro carácter ingenuo, de pardillos, manipulados por los rusos por un lado y por otro por los alemanes e italianos, con sanguinarios comandantes, y también ideólogas mujeres asesinas, alentando a los jóvenes a ir a la guerra a matar a otros, en este caso a despersonalizadas criaturas. No. Una mujer sensata y cuerda nunca mandaría a jóvenes a morir por una locura ideológica pergeñada en su cerebro, y mucho menos a su propio hijo, porque debieran saber mejor que nadie lo mucho que se los quiere y lo que cuesta criarlos.
Mi tío abuelo fue obligado contra su voluntad a alistarse, a dejar el arado y a empuñar las armas contra los fascistas; y no lo hizo por ningún ideal, simplemente fue reclutado para la guerra porque el pueblo donde vivía estaba bajo la influencia republicana; los del pueblo de al lado, en cambio, fueron conducidos como rebaño a luchar en el bando contrario. Él solo fue un trozo anónimo de la carne de cañón que pusieron en la trituradora del frente unos políticos tan impresentables como muchos de los que ahora nos gobiernan y que daban sus órdenes desde dos de los más lujosos hoteles que había en Madrid: el Ritz y Palace, y también desde el no menos selecto Astoria. Mi abuela recibió del frente una sola carta, un año después de comenzado el conflicto. En ella su hermano del alma le mentía, le decía que estaba bien y que aquello acabaría pronto, que para Navidades estarían cenando juntos en casa asando a la lumbre el pavo que había comprado el año antes, y que se encargaría de la semilla para la cosecha del año próximo. Acabada la guerra, mi abuela nunca más supo de su existencia. Quizá muriera en combate o acaso fusilado en un paredón; es probable que su cuerpo esté desde entonces abonando la tierra de la cuneta de una desierta carretera o en medio del campo, en una fosa común. Por supuesto que hicimos indagaciones para dar con su paradero, e incluso escribimos al Lobatón de marras, pero todo fue en vano. Esta cruda experiencia, como la de miles de españoles, no fue razón para que mi abuela guardara en vida rencor a nadie. Bueno, sí. Creo que odiaba profundamente la guerra y a los que la desatan. A fin de cuentas, el que aprieta el gatillo y lanza por el cañón de su fusil la errabunda y mortífera bala que acabará con la vida de otro ser humano es solo una víctima más de los manipuladores. No es de recibo que unos desalmados, 80 años después, tengan que reescribir la historia relatando las tropelías que «solo» los fascistas cometieron, nunca los republicanos; y tampoco puedo tolerar que, acaso por un victimismo infundado, sus descendientes tengamos que unirnos incondicionalmente a los perdedores de la contienda, a la igualmente nociva y asesina ideología de la izquierda. En el momento de escribir estas líneas, tal y como manda su «Memoria Histriónica», resulta que el 67% de las 322 fosas de la guerra civil descubiertas en Madrid contienen a víctimas de la represión republicana.
¿Por quién doblan, con ese cadencioso tañido fúnebre, las campanas de Hemingway? Doblan por nuestra patria, por ese pueblo herido de muerte que se erigió en el mayor imperio del mundo y que, a pesar de no haber participado en ninguna de las dos guerras mundiales, ha ido marchitándose hasta quedar hoy reducido a la nada. Doblan también por nosotros, por esta raza de seres humanos capaz de dar lo mejor y lo peor de sí misma, esa que ama y odia como nadie, esa que puede arrostrar con una entereza sin igual las tres heridas con que los hombres y mujeres vienen marcados a este mundo: la del amor, la de la vida y la de la muerte.
Sin palabras…..
Magnífico escrito Jose Antonio.
Los que luchan y padecen las guerras….. nunca ganan.
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