
«La etiqueta de progresismo globalista es una rara mezcla de feminismo radical, de ecologismo a ultranza y de recorte de la soberanía del Estado»
La crítica a los organismos internacionales que monitorizan los Estados del mundo occidental nos lleva a plantear si la alternativa no será, entonces, el nacionalismo. Nada de eso, por mucho que se trate de una idea atractiva. Es cierto que las naciones deben conservar las tradiciones propias; menospreciadas, ahora, por el progresismo globalista. Empero, tal cosa no debe significar el reverdecimiento del nacionalismo, que tantas desdichas ha ocasionado en el mundo. La salida tiene que ser una mejora de los vínculos entre los Estados, aunque, en un plano de igualdad, no de subordinación, como es, ahora, lo sólito. Lo malo del nacionalismo es que necesita ser agresivo, a veces, incluso, para disimular su debilidad.
La mejor manera de combatir los males del nacionalismo es tratar de establecer relaciones entre los nacionales de uno u otro país en un plano horizontal (no vertical ni transversal). Solo, se puede lograr tal empeño si las naciones respectivas se organizan como Estados democráticos. Aun así, siempre, cabe el peligro de que aparezca un efecto de subordinación o dependencia de uno a otro Estado. Las actuales organizaciones internacionales (empezando por la ONU y terminando por la UE; todos son acrónimos) no están por la labor de lograr una cierta igualdad entre los Estados. En ellas, mandan más unos que otros. Se llega al descrédito de que, en la ONU, sigan teniendo poder de veto las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial.
Puede que se trate de un empeño con un plazo tan largo como el que necesitó la implantación de la democracia. Pero, más tiempo pasó para erradicar la esclavitud o la pena de muerte, por citar dos instituciones vitandas, que, todavía, perviven de forma parcial o indirecta. Ambas constituyen procesos con un tempo dilatadísimo, precisamente, porque requieren muchos esfuerzos colectivos. Visto, así, el nacionalismo puede ser interpretado como algo prepóstero, que no pertenece a nuestra época, como una reminiscencia del pasado. Una manifestación última y extrema sería la invasión de Ucrania por Rusia. El nacionalismo condenable es el de los rusos, que atacan, no el de los ucranianos, que resisten. De forma más suave, la postura nacionalista rechazable es la de los Estados que se imponen como hegemónicos o prepotentes en las relaciones internacionales. Su injerencia en la marcha de otros Estados, más o menos, vasallos, puede disfrazarse de ayuda o cooperación.
La tentación nacionalista es mala para la prosperidad de un Estado, pero, peor es la deriva autoritaria de su Gobierno. Se advierte, hoy, en el férreo control de los medios de comunicación, en el uso de la corrupción política, en el abuso de la propaganda. No son casos raros, sino bastante corrientes.
Más que el tirón nacionalista, sorprende, hoy, la confluencia en el tipo de política de muchos Gobiernos del mundo occidental (antes llamado “capitalista”). Se podría entender con la etiqueta de “progresismo globalista” aunque, la acaten partidos políticos muy diferentes. Es una rara mezcla de feminismo radical, de ecologismo a ultranza y de recorte de la soberanía del Estado. Lo malo no es la pervivencia de una ideología tan tonta, sino su pretensión de desplazar a las demás, tachadas, por ejemplo, de “fascistas”. Se perfila, así, la tendencia hacia un peligroso monismo ideológico, tan opuesto a la idea pluralista. Es la que exige, en buena ley, la democracia.
Amando de Miguel para la Gaceta de la Iberosfera.