
«El apotegma de Ortega y Gasset tiene sentido: “yo soy yo y mi circunstancia”. Lo que primero nos rodea son los congéneres»
En la cultura europea, una tradición de medio milenio de acendrado individualismo nos ha llevado a presumir que cada uno de nosotros es un ser enterizo y completo. No es así, aunque lo llamemos “persona”. Realmente, cada uno de nosotros es el inseparable resultado de la continua e inevitable relación con los otros individuos cercanos. Ni siquiera se entiende el radical aislamiento en el caso del náufrago Robinson Crusoe. Si bien se mira, los “otros” estaban solapados en los restos del barco encallado. Naturalmente, con esos despojos materiales iba algo más esencial: el conocimiento, la memoria. Es decir, es imposible prescindir de la experiencia social que uno ha vivido. El apotegma de Ortega y Gasset tiene sentido: “yo soy yo y mi circunstancia”. Lo que primero nos rodea son los congéneres, algunos de ellos.
Los “cercanos” no equivalen al prójimo. Es más, son solo una pequeña parte del elenco de los conocidos, los parientes, los vecinos o colegas. La imprescindible selección se establece por un instintivo sentimiento de propincuidad, que culmina en el impulso de contar con amigos. El atractivo fundamental que estimula las relaciones amistosas es el sentimiento de admirar a esos otros cercanos. Nadie es capaz de sentir igual admiración todo el tiempo por todos los conocidos. No obstante, casi todo el mundo con suficiente salud mental necesita admirar a alguien más. La razón es potísima: todos nos sentimos, radicalmente, insuficientes.
Bien es verdad que hay ciertos estados patológicos en los que no se pretende admirar a nadie más que a uno mismo. En esos casos, se dispara un haz de reacciones defensivas: La primera es el “narcisismo”. En su versión moderada, es una forma de conducta bastante frecuente. Se detecta por la limitación del sentido de culpa, por la satisfactoria contemplación de uno mismo, por la necesidad de sentirse como modelo para los demás; siempre, los cercanos. El narcisista suele cultivar el perfeccionismo, o mejor, aparecer como perfecto y un gran ayudador. Por eso resulta tan atractivo y simpático. La segunda reacción defensiva es la anulación del mínimo sentido de responsabilidad personal. Una forma de evitarla es el de transferirla, mentalmente, a los grupos de los que somos miembros, a las instituciones, incluso, al Estado. La tercera y definitiva es la necesidad de llenar el vacío que deja el sentimiento de admiración por una especie de alcaloide o sustitutivo, cual es la envidia. En seguida, vuelvo sobre esa tacha fundamental de la organización social de nuestro tiempo, porque en ella destaca con ganas.
Son continuos los esfuerzos que desplegamos para no manifestar nuestra admiración por otras personas cercanas. Es algo que nos impone la cultura individualista contemporánea, quizá, como una manifestación de las escaseces en las que nos movemos. Sencillamente, no hay capacidad mental para admirar a muchas personas. En esos casos, confiamos en un factor aleatorio, que seleccione una u otra conducta. Lo llamamos “suerte”, que es como no decir nada para llamar a lo desconocido, lo incontrolable.
La reacción morbosa de la envidia es doble. Por un lado, “sentimos” envidia de los otros cercanos, a los que nos gustaría parecernos, incluso, llegar a sustituirlos. La envidia es tan atosigante que puede llegar a “reconcomernos”. Una manifestación vulgar es la de los “celos”, no, solo, en el sentido amoroso. El caso paradigmático es el del conflicto entre Caín y Abel. Terminó mal. Es una las raíces del sufrimiento humano. La segunda parte de la conducta envidiosa es la de “dar” envidia a los demás (siempre, los cercanos). Para ello, el sujeto se dispone a representar el papel del que ha tenido suerte o del que ha conseguido distintas clases de éxitos, casi, siempre exagerados. Es decir, resalta el “modelo” de la conducta propia que deberían imitar los demás. Naturalmente, más que una seguridad, esa reacción significa sentirse, radicalmente, débil, vulnerable, desprotegido. Para ocultar la envidia dañina, tratamos de legitimarla como “emulación”.
Son muchos los instrumentos para dar envidia: presumir de la herencia familiar, ostentar el currículum o los avances profesionales, hacer alarde de bienestar, resaltar la conducta modélica de los hijos. Se añade, hoy, la gran tontería de parecer más joven de lo que corresponde por la fecha de nacimiento. Por eso, se disimula la enfermedad todo lo posible y se entra en la obsesión de hacer ejercicio físico.
La verdad es que la envidia es, en sus diversas manifestaciones, la gran fuerza que mueve el mundo. Recuérdese que, al final, Caín, nada menos, “fundó las ciudades”. Era su forma de dar envidia para compensar la que había sentido por su hermanico. Da no sé qué decirlo, pero, la metáfora bíblica tiene bastante sentido. La envidia ha sido uno de los motores del progreso material de la humanidad.
Los hispanistas suelen concordar en que la envidia es una tacha de la conducta del español corriente. Habrá que matizar. No es tanto la envidia, un resultado, como la actitud previa que se resiste a admirar a la persona cercana. “Admirar” es tanto como mirar con curiosidad o interés al otro cercano, buscando la sorpresa. En su manifestación más sutil, es la disposición típica del menester científico. Ya, sabemos lo extravagante que es esa mentalidad en la cultura española.
Otra consecuencia de la escasa capacidad de admirar es la resistencia al trabajo cooperativo o de equipo. Nuestra tierra es la de las individualidades, para bien y para mal.
Tampoco, hay que fustigar a los envidiosos más descarados. En el pecado, llevan la penitencia. Bastante duro es su sino de no saber admirar a nadie de su alrededor.
Amando de Miguel para Actualidad Almanzora.