El maestro Alfredo Albajara regresó al barrio de las letras después su trombo cerebral un poco antes de morir. Se había paseado me dijo, con la serenidad que siempre le acompañó, en su coma hospitalario, por las delicadas fronteras que nos separan de la muerte, y todavía pálido, exhausto por la batalla, le intuí firmemente decidido a seguir apostando por la vida.
Lo primero que me dijo cuando nos vimos, en su casa, es que no aceptó la invitación morbosa al último viaje porque, entre estas sus cuatro calles, o donde sea, todavía tiene mucho trabajo pendiente:
– “Tengo todavía que hacer algo grande y, de verdad, nunca te lo he dicho hasta ahora, pero no ha sido la primera vez que se me ha insinuado, que la dama ha comenzado a desabrocharse los botones y me ha velado sus encantos para que le siguiera. Por eso pinté este cuadro”
Alfredo todavía anda despacio, sin coordinar del todo, y aún así decidimos bajar por la calle Cervantes hacia el Museo del Prado para ver “El Jardín de las Delicias”. Los dos compartimos cierta fascinación por El Bosco y sobre todo por ese tríptico misterioso y atractivo que en su día compró Felipe II. A la altura de la plaza más bella y moderna de Madrid, según Corpus Barga, y mirando de soslayo a Neptuno, el maestro va y me dice: ”
– “Lo curioso de la historia de la pintura española, con sus grandes nombres, es que hasta el siglo XIX no ofrece más academias que la de la Venus de Espejo, de Velázquez, y la de la popularísima Maja Desnuda, de Goya. ¿Y sabes porqué? Pues, por la presión de la Inquisición. Es curioso, aquí se utilizaba el desnudo como expresión de dolor y no como de belleza o gozo.
– “Pues tu sigues la línea Alfredo porque intuyo que te avergüenza mostrar los desnudos que has pintado”. Le contesto yo. Y el maestro se ríe y me dice:
–“Lo que si creo es que el conocimiento de la forma humana nos es necesario a los pintores y que sin él, no se puede aspirar a mucho” .


Los dos continuamos nuestra paseata sin mirar al cielo. Hablamos de futuros guiones y recordamos que aquel taciturno Felipe II reunió en la torre dorada del alcázar madrileño un pequeño y sugestivo museo de diez y siete desnudos que al parecer, el monarca reservaba celosamente. Un dato que contradice esa imagen vetusta, negra y alejada de la sensualidad, que la historia ha cimentado sobre el hombre que decidió convertir a Madrid en la capital de su imperio. Aparente realidad. Como la obra de Alfredo Albajara que unos días después de esta paseata, para siempre nos dejó.
