
«En la España de hoy, es mínimo el peso de la turba intelectual, la intelectualidad, los escritores con personalidad. ¿A qué se debe tal ausencia?»
Nos hemos acostumbrado a que la realidad social y política se componga de hechos noticiables, sucesos, declaraciones de los que mandan; es decir, cosas. Pero, a veces, hay que dirigir una mirada más comprensiva a ese mundillo, y entender que cuentan, también, factores inmateriales como los sentimientos. En ese caso, la política o la sociedad se nos hacen cultura y, de forma más específica, literatura.
La vida literaria es una interpretación de ese principio por el que las opiniones de los escritores intervienen en la vida social; y, cuando son de ficción, las de sus personajes. Se objetará que los caracteres de los argumentos novelescos son, enteramente, fantásticos. Lo son, solo, por definición. En la realidad, se incluyen en la vida colectiva. Incluso, sus autores son, a veces, unos tipos que más parecen obra de la imaginación. Los que perduran en la memoria son los que ellos mismos transitan por la vida como personajes interesantes.
Es un misterio adivinar por qué, en unas fases del tiempo, se da una alta densidad de escritores y artistas; en otras, pasa lo contrario, la población escribiente o creadora se reduce mucho. No hay ilación entre ese fenómeno y el grado de desarrollo económico o político de la sociedad. Lo que sí sabemos es que, en la España de hoy, es mínimo el peso de la turba intelectual, los escritores con personalidad. ¿A qué se debe tal ausencia? No lo sé. Bueno, sospecho que hay una explicación, que no me atrevo a exponerla. Resulta que, a estos efectos, España es, ya, una sociedad rica. O mejor, lo son el Estado y algunas grandes empresas. Por lo menos, hay dinero suficiente para que muchos escritores se hagan funcionarios bien pagados del Establecimiento. Es razón suficiente para perder independencia y capacidad creadora. El intelectual como Dios manda tiene que ser crítico; de no serlo, se convierte en un mercenario de las ideas.
Que conste el dato. En España, para que una persona pase por intelectual o, simplemente, escribidor, no hace falta que publique libros o artículos. Es como ser cazador; lo fundamental es tener la licencia correspondiente para ejercer tal actividad. Es más, el autor que se excede publicando, es mirado con recelo por sus colegas. Se podrían citar los casos egregios de Galdós o de Pío Baroja, grafómanos impenitentes, pero, poco considerados en el gremio de sus contemporáneos.
Desde la época de Cánovas hasta el final del franquismo, se registra la constante de que casi todos los jefes de Gobierno fueran autores de libros o, al menos, de artículos y discursos. La tradición se quebró con el advenimiento de la democracia, en cuyos amenes nos encontramos. En esa época, con la excepción de Aznar, los presidentes del Gobierno no han sido autores de libros y se sospecha que ni siquiera han escrito sus discursos. La excepción de Aznar se explica por su educación en el Colegio de El Pilar, los marianistas de Madrid.
Más escandaloso resulta el hecho de que, en el Gobierno actual, el ministro de Cultura o la ministra de Educación no hayan publicado nada. Cierto es que, excepcionalmente, el presidente del Gobierno es doctor en Economía, pero no se le atribuye ninguna publicación sobre su materia u otras afines.
Los intelectuales son los escritores con la intención de aparecer como “servidores públicos”, esto es, verdaderos funcionarios de la cultura. No es casual que lo suyo sea “publicar” sus escritos.
Lo malo de los funcionarios es que, para ellos, se acuñó un delito específico, corrientísimo en nuestro tiempo: prevaricar. En el caso de los intelectuales, la prevaricación es, más bien, simbólica. Consiste en apoyar a los que mandan (a menudo, por un jugoso estipendio, aunque, sea indirecto), a sabiendas de que los actos del poder pueden ser injustos o arbitrarios.
Habría que explorar las razones por las que los intelectuales gustan de encadenar ristras de citas de otros autores, a poder ser, lejanos en el espacio o en el tiempo. Sospecho que lo hacen por varias razones: (1) Presumir de conocimientos. (2) Asegurar la endeblez de las propias ideas. (3) No tener que mencionar a las personas cercanas, a los coetáneos e, incluso, a los amigos. Se trata, en síntesis, de una mezcla de vanidad y resentimiento. Son dos palancas o poleas que levantan el obelisco de la cultura.
Los intelectuales, propiamente, dichos surgen en Francia a finales del siglo XIX. Desde ese momento, se identifican con la corriente de izquierdas; luego, para todo el mundo. Hoy, sigue la tradición, aunque con el espectro más amplio del “progresismo”. Se añaden ribetes nacionalistas o populistas, allí, donde convenga. Se traducen en distintas formas de servilismo hacia el poder. El progresismo (una mezcla de feminismos y ecologismos radicales) es la gran ortodoxia de nuestro tiempo., casi, como una religión sustitutiva.
Amando de Miguel para Libertad Digital.